Memoria

(Primer Premio Nacional de Cuento - Concurso Carpa Blanca - 2000)



La historia que estaba armando le atraía no obstante la cantidad de detalles y circunstancias aún sin definir. Las palabras eran su lugar en el mundo y también su exilio permanente. Las palabras eran su sombra. Ellas lo proyectaban como nadie, cruzaban ríos y mares por él, se deslizaban exactamente con él por las calles y trepaban las paredes y los miedos junto a él como ninguna compañía lograba hacerlo. Las palabras tocaban a los otros y tal vez, los penetraban como sus manos no podían. Las perseguía como un amante eterno, sin poder asirlas y por otro lado, sin poder desprenderse de su presencia. El  precio de la renuncia a ellas era el silencio absoluto y Juan sabía que aún no estaba preparado para eso. Así que en todos los momentos disponibles, se entregaba a la tarea de seguir entrelazando aquella historia.-

Escribía como siempre, a mano. La computadora le parecía un sensor que se tragaba los sobres propios de cada término. Lo asustaba la impudicia de su perfección. La  reproducción de los textos que aparecían en la pantalla le resultaban un reflejo incoloro del mensaje original. Pero sobre todo sentía un terror infantil ante la posibilidad de apretar la tecla incorrecta y borrar de la memoria de la máquina lo que su imaginación iba creando. De modo que el escritorio de Juan era un mundo de papeles con palabras que subían y bajaban. Como subía y bajaba la búsqueda de los personajes de su relato. Seres apasionados, de esos que van por la vida por ir, no por llegar. Seres sometidos a la impunidad de las preguntas, que no sucumben ante nada, excepto a la violencia de la duda. Es, tal vez la peor, porque no se sabe exactamente con qué se lucha y menos aún, adonde se puede llegar.

La letra de Juan seguía ese camino incierto: iba y venía, se encadenaba a la duda de los personajes, se escondía, se alzaba y derribaba… y ahí quedaba, en cualquier lugar del papel, inerte, esperando ser resucitada. Cosa que siempre ocurría y entonces, las palabras volvían a entrelazarse y a crear destinos.

Todo el relato giraba alrededor de la búsqueda de un grupo de jóvenes de su propio pasado. Parecía una contradicción, cuando se dice “pasado” se piensa en algo realmente distante, muy atrás en el tiempo y más contradicción aún hablar del pasado de jóvenes. ¿Qué pasado tienen los jóvenes? Son jóvenes porque no tiene pasado o son jóvenes, por lo tanto no tienen pasado. Estas y otras hipótesis hacían deambular a Juan entre sus argumentos. Miró por la ventana. En el jardín ya se adivinaba cercana la primavera, ésos brotes tan incipientes como firmes, pujaban por crecer con la fuerza que les daba la memoria del invierno. La memoria era tal vez, la única grieta que permitiría seguir el camino, el de la naturaleza y el de los jóvenes. La savia invisible pero presente del pasado era, quizás, la clave de la historia.

Así como le llegaba esta convicción, también le asaltaban otras voces:

-¿Por qué volver al pasado?

-¿Qué sentido tiene dar vueltas sobre el dolor?

-¿Para qué sirve mirar hacia atrás? Lo que importa es el futuro.

Estas voces le parecían tan inofensivas como mentirosas, igual que flores de plástico, siempre coloridas, siempre frescas, siempre a tiempo. Con esa buena apariencia propia de lo que no tiene vida. La primavera que se acercaba era impensable sin el despojo del invierno. ¿Cómo hablarles de futuro a esos chicos de veinte años que andaban buscando su propio invierno…? ¿Cómo armar una historia acerca de algo tan descabellado? 

No obstante el peso que le significaban estas preguntas, no podía eludirlas. En realidad, Juan estaba atrapado en el impulso de contar una historia que lo superaba. Y se sentía superado no sólo por lo terrible del argumento sino sobre todo por la fuerza incontenible de los personajes, muchachos y chicas de veinte años que buscaban saber qué había sido de sus padres, de quienes se había perdido el rastro hacía tantos años como los que ellos contaban. O sea que no sólo el rastro habían perdido sino también el rostro.

A la fuerza de estos jóvenes y para hacer más increíble el relato, se unía el peregrinar de padres y abuelos buscando a hijos y nietos, es decir, una trama de hijos, padres y abuelos que buscan a padres, hijos y nietos, como si todo estuviera dado vuelta y la realidad hubiera sido atacada por un virus histórico que alteraba la secuencia del antes y el después. Virus alimentado por el olvido y por eso resistente al paso del tiempo. El mandato había sido olvidar.

Como nunca antes, Juan, sentía que las palabras, aquellas que siempre le habían permitido aproximarse a la condición humana, esta vez se alejaban hasta el infinito. El mandato de olvido que padecían los seres de su historia intentaba contagiar de silencio su posibilidad de expresión.

Las palabras esas luces y sombras con las que siempre había jugado contar vivencia, esta vez se negaban ¿Qué hacer…?  Jóvenes y viejos buscando raíces y ramas, unidos por la debilidad de no saber qué habría sido de sus ramas y raíces. El olvido impuesto desde el poder no alcanzaba para eliminar la búsqueda. Es más, la incentivaba. Esa debilidad de no saber, de tanto preguntar y buscar se iba transformando en fuerza y en un acto de comunión espontánea, esta fuerza iba derribando el silencio en que Juan se sentía preso y le volvían las palabras. El pretendido ocultamiento de la historia se fundaba en la presencia del relato que volvía. Y Juan iba descubriendo junto a sus personajes, que si era más fácil enterrar que olvidar, en este caso la situación iba aún más allá, pues no había haber, había nada. Y descubrió además que el olvido ordenado era especialmente cruel, no sólo se mandaba olvidar lo sucedido, sino que también se mandaba olvidar el derecho a saber lo sucedido. Olvidar era en suma, una clausura, del pasado y del futuro.

A esta altura, Juan releyó el texto y recuperó la palabra.

Pensó que tal vez, los padres y abuelos no habían muerto aún para cumplir con la sagrada tarea que se asigna a los viejos: contar historias pasadas y narrar cuentos a los niños y tal vez los jóvenes estuvieran vivos para seguir acunando esos cuentos en el regazo del recuerdo como si la ausencia de la cuna verdadera que les habían robado les hubiera enseñado a inventar otra donde guardar la memoria.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

La creatividad en la educación

Rodolfo Walsh. Ese hombre. Esa mujer. Esa carta